Volumen 13 - Nº 75
Junio - Julio 2003

Un paso en la buena dirección

Hacia fines de marzo pasado, el rector de la Universidad de Buenos Aires propuso que el consejo superior de esta institución estableciese formalmente la incompatibilidad de las funciones de integrante de ese cuerpo con la de consejero de las facultades (con la excepción, claro está, de los decanos, que están en el primero ex officio). Su proyecto de resolución contemplaba, además, excluir el desempeño simultáneo de cargos en esos organismos electivos de gobierno y posiciones rentadas en la estructura administrativa superior de la universidad, como las de secretario, subsecretario y otras semejantes, que no son ocupadas por funcionarios permanentes sino por colaboradores transitorios de cada decano y rector, designados por los consejos por el lapso de permanencia de estos en sus funciones, y con cualquier otro cargo de gestión, conducción, coordinación o similar que sea remunerado, con excepción de las funciones de docencia, asistencia e investigación.

De la lectura de los considerandos de su proyecto se puede deducir que el rector Jaim Etcheverry fundamentó la iniciativa en principios elementales de buen gobierno, que en algunos casos hizo explícitos y en otros están tácitos, como son el separar los poderes de conducción superior de los de gestión (el legislativo del ejecutivo y del judicial, si se lo piensa en términos constitucionales), evitar la concentración de autoridad en algunas manos (los célebres controles y contrapesos de muchos sistemas políticos), fortalecer la independencia de criterio de los consejeros (que deben velar por el bien general de la institución, por encima de objetivos personales o de grupos) y alejar los conflictos de intereses de las resoluciones de unos y otros, algo particularmente importante en asuntos tan delicados –en palabras del propio proyecto rectoral– como designar profesores, intervenir en juicios académicos y actuar, en carácter de última instancia, en la revisión de decisiones del rector y de los decanos. Expresaba también el proyecto que, como los secretarios son designados y removidos por decisión de los consejos superior y directivos, en el caso de integrar también esos cuerpos se daría la situación de que actuarían como juez y parte en su propia designación o separación. Otro considerando extendió ese concepto a cuestiones más cotidianas, como los múltiples asuntos administrativos rutinarios en los que intervienen los consejos, la ecuanimidad de cuyos integrantes resulta continua e irremediablemente alterada en caso de que uno o más de sus pares sean los responsables de la gestión de tales asuntos. Y por último dejó entrever la impropiedad de que los miembros de cuerpos electivos, que se deben desempeñar honorariamente, distribuyan entre ellos cargos rentados financiados con los dineros que la comunidad les confió en administración (y generosamente rentados, en los últimos tiempos, agreguemos).

La iniciativa del rector de la UBA no pudo ser más acertada y oportuna, ni sus argumentos menos lapidarios. Para un observador externo (no es el caso de la mayoría de los integrantes de CIENCIA HOY), e incluso para quienes tuvieron familiaridad con el gobierno de la universidad pero están alejados de él desde hace algún tiempo, resulta incomprensible que se haya llegado a la necesidad de reglamentar algo tan obvio. Por décadas estas restricciones formaron parte de las tradiciones institucionales de la universidad pública argentina, al punto de que hay facultades en las que su vigencia se mantiene sin mayores cambios. Sin embargo, cuando el consejo superior consideró el proyecto del rector, cuatro de sus miembros pertenecientes al claustro de graduados caían en estas malsanas prácticas: tres electos por la lista mayoritaria eran secretarios, respectivamente, en las facultades de Psicología, Farmacia y Derecho, mientras que uno de la minoría lo era en la facultad de Agronomía. Por su lado, uno de los consejeros estudiantes integraba también el consejo directivo de la facultad de Veterinaria. Ello indica que el ejercicio de estas funciones incompatibles había pasado a verse como algo normal y no como una aberración. Por consiguiente, los principios de buen gobierno que indicamos habían perdido vigencia por olvido o por rechazo. No estamos afirmando que antes nunca hubo violaciones de dichos principios, sino que antaño ellos no eran abiertamente dejados de lado, ni eran cuestionados como tales, por lo que no se necesitaba la formalidad de sancionarlos en reglamentos (como no se necesita la formalidad de sancionar en un reglamento que no se debe mentir).

Que quienes conozcan la universidad por dentro puedan intentar explicar por qué se llegó al verdadero escándalo que motivó el proyecto en cuestión, no debe hacer perder de vista el hecho de que no puede haber circunstancias particulares que hagan suspender la vigencia de criterios de gobierno, de convivencia social y política e incluso éticos tan básicos. El propio rector señaló, en el debate que tuvo lugar en el consejo superior el 9 de abril, que en la facultad de Medicina hubo un momento en que casi todos los consejeros fueron designados secretarios por el mismo consejo que integraban. De este modo, las sesiones de consejo directivo se convirtieron en reuniones de gabinete ampliadas, con una mayoría prácticamente automática, ya que todos los consejeros pertenecían a la gestión. Esa era también una manera de influir sobre su acción como consejeros, porque como secretarios o subsecretarios cobraban un sueldo. Situaciones como esta justifican haber usado el calificativo de verdadero escándalo.

Sin embargo, no todos los miembros de la comunidad universitaria parecen reflejar en sus argumentos y su conducta una aceptación de lo anterior. Para empezar, la comisión de Interpretación y Reglamento del consejo superior, a la que fue enviado el proyecto, recomendó eliminar la incompatibilidad entre consejero superior y directivo de una facultad. Que alguien pueda desempeñarse simultáneamente en ambos niveles de gobierno atenta contra el concepto mismo de las dos instancias y contra la cuidadosa (aunque con frecuencia excesiva, lo admitimos) revisión de las decisiones más trascendentes que estableció la legislación, desde las varias leyes que rigieron la educación superior hasta los estatutos de cada universidad. Atenta también contra los principios de buen gobierno delineados dos párrafos atrás, en particular, contra la necesidad de dispersar el poder, algo que, como lo recordó el rector en el citado debate, también estuvo presente en los postulados de la reforma de 1918, cuyos promotores mantuvieron que los delegados [al consejo superior] no pueden ser al mismo tiempo miembros de los consejos directivos de las facultades (art. 1 inc. 4 del proyecto de ley universitaria del congreso estudiantil celebrado en julio de 1918).

Tanto esa prescripción como la incompatibilidad de ocupar cargos rentados en la universidad fueron incorporadas a diversas normas generales sancionadas como resultado del impulso reformista de 1918, como un decreto de ese año del poder Ejecutivo nacional (Los miembros del consejo superior y de los consejos directivos de las facultades no podrán desempeñar empleos rentados dependientes de la universidad, con excepción del profesorado, ni ser nombrados para empleos creados durante su mandato hasta dos años después.) o los nuevos estatutos de las universidades de Buenos Aires (1918) y La Plata (1919). La UBA fue más lejos en su estatuto de 1923 y excluyó, en adición, la posibilidad de que alguien pudiese simultáneamente ser consejero en más de una de sus facultades o en otra universidad, criterio que siguió la Universidad de La Plata en su estatuto de 1926, que decía: Es incompatible el cargo de delegado al consejo superior con igual cargo en otra universidad y con el de consejero académico, y el de consejero académico en una facultad con el de consejero académico en ésta u otra universidad (art. 77). Además: Los cargos directivos son incompatibles con cualquier empleo rentado de la universidad y sus titulares no podrán ser nombrados para empleos
creados durante su mandato hasta dos años después de terminado este
. (art. 78).

En el debate que tuvo lugar en el consejo en la oportunidad de tratarse la iniciativa se expusieron, entre otros argumentos, muchos de los anteriores. El proyecto volvió a comisión y cuando retornó al cuerpo fue aprobado, en su parte resolutiva, en sus términos originales, es decir, sin la limitación recomendada por la comisión de Interpretación y Reglamento. Quedó así sancionado y puede interpretarse como una proclama en favor de una vida institucional regida por principios éticos. Si bien sería mejor que estos fueran parte natural de la cultura de las personas y las organizaciones, y no obligaciones que resulten de un reglamento, si no acontece lo primero, como da la impresión de haber estado sucediendo en el caso que nos ocupa, por lo menos en parte se logra el objetivo con lo segundo. El rector dió motivos de reflexión cuando citó una afirmación de Plinio Paladino referida al estado de cosas de hace 85 años y que, posiblemente, no haya perdido mucha vigencia: La venalidad de profesores y decanos fabricó la venalidad de dirigentes estudiantiles. Ahora, llegar a las posiciones directivas significa un puesto seguro.

La resolución del consejo superior de la UBA arroja luz sobre las responsabilidades de quienes ejercen el gobierno universitario. Es un paso en la buena dirección.

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