Volumen 12 - Nº 72
Diciembre 2002   
Enero 2003
 

¿Qué pasa con la UBA?

La reciente ocupación del rectorado de la Universidad de Buenos Aires por parte de algunas decenas de estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales y la violencia de sus procedimientos fueron ampliamente difundidos por la prensa. También lo fueron las diversas alternativas del episodio: que los ocupantes buscaban obtener con su acción un nuevo edificio y una mayor asignación presupuestaria para su facultad; que el consejo superior de la universidad no pudo reunirse en su sala de sesiones pues había sido tomada por los intrusos; que entre los líderes del grupo estaba un integrante del propio consejo superior, titular de uno de los sitiales del cuerpo asignados a estudiantes; que la mayoría de los alumnos de la facultad en cuyo nombre se realizaba el reclamo, lo mismo que sus profesores –y más aún los profesores y estudiantes de otras facultades–, desaprobaron el acto de fuerza, si bien no dieron pasos para oponérsele o darle fin, ni parecieron muy dispuestos a repudiarlo en público; que, en cambio, personas ajenas a la vida académica, pertenecientes a distintos sectores de la sociedad, hicieron conocer su rechazo a la ocupación; que el rector adoptó la actitud de no negociar con los ocupantes mientras aquella persistiera, de reclamar que cesara y de abstenerse de dar intervención a la justicia para obtener de esta la restitución del inmueble ocupado, y que, por último, los no invitados huéspedes resolvieron retirarse.

Este editorial no tiene el propósito de tomar partido a favor o en contra de los reclamos. Es obvio que Ciencia Hoy no puede aceptar las medidas de fuerza y la violencia física (que en un momento se ejerció hasta contra la persona del rector) como recursos lícitos en una sociedad civilizada, y menos todavía en el ámbito académico. Acerca de esta cuestión, solo cabría que –debido proceso mediante– se aplicaran las sanciones que les cupieran a los responsables. Tampoco tiene el propósito de manifestar pública adhesión a la figura y la gestión del rector Jaim Etcheverry, no porque los integrantes del comité editorial no apoyen su actuación –cosa que hacen–, sino porque se trata de un integrante del consejo científico de la revista y de alguien que tiene cercanos vínculos con varios de los editores.

La finalidad de estas reflexiones es discernir entre la letra de reclamos con los que nadie parece estar en desacuerdo, a pesar de la forma simplista con que vienen formulados, y tensiones más profundas que no se expresan con claridad en aquellos. Difícilmente haya quien se oponga a que toda facultad de la UBA tenga un edificio y un presupuesto decentes (el verdadero debate en esta materia, sin embargo, no es el presupuesto que se requeriría sino qué prioridad asigna la sociedad a los recursos y quién debe proporcionarlos, temas que requerirían otro editorial). Lo que los medios no han traído a la atención del público es que por debajo de tales reivindicaciones, e independientemente de las luchas por el poder, yace una radical discrepancia con el actual sistema de gobierno universitario, abrigada por los dirigentes que promovieron el atropello y enteramente compartida por otros que, sin embargo, no los acompañaron en el uso de la fuerza. Esa discrepancia reside en rechazar el orden vigente de gobierno universitario por cuerpos colegiados representativos de los estamentos que forman la comunidad académica –profesores, egresados (que por lo general no traen un punto de vista externo a la institución, pues suelen ser auxiliares docentes) y estudiantes–, elegidos por los procedimientos democráticos propios de un régimen republicano, y reemplazarlo por un gobierno directo de esos estamentos instrumentado mediante asambleas generales.

Nuevamente, no es este el lugar para analizar esta concepción de democracia directa y compararla con el orden actual, el que traspone los conceptos y enfoques políticos de la República al gobierno universitario. Solo queremos llamar la atención sobre dos hechos: (i) que campea en el ambiente un serio cuestionamiento del ya tradicional régimen de gobierno universitario postulado por la reforma de 1918 y aplicado con mayor o menor fortuna desde entonces en todos los momentos en que la universidad pública no fue avasallada por las diversas dictaduras que asolaron al país: si bien tal cuestionamiento tuvo un cometido destacado en el episodio en cuestión, no deja de estar presente en la mente de quienes advierten la presencia dominante de la política de poder y de los intereses corporativos en el actual funcionamiento de dicho gobierno; y (ii) que la actual Universidad de Buenos Aires parece sufrir de cierta esclerosis institucional que le impide someter una disidencia interna a un proceso de consulta y debate y encarar decisiones de transformación de una manera distinta que apelando a la violencia. En otras palabras, en la institución por antonomasia del debate de las ideas, estas no se pueden debatir y, de hecho, no se debaten más allá de la cacofonía de voces que recitan dogmas incuestionables y se erigen en una nueva Inquisición persecutoria de quienes piensen distinto.

El contexto en el que es necesario analizar estos hechos va mucho más allá de la situación de la Facultad de Ciencias Sociales e incluso de la UBA: abarca la propia misión de la universidad, su gobierno institucional y su forma de financiamiento en la sociedad argentina de hoy. Es cada vez más perceptible un desajuste entre la universidad argentina y la sociedad a la que pertenece, la que ha dejado de ver en ella una guía intelectual o de considerar que su tarea es crucial para el futuro del país. Si bien hacemos esta afirmación a propósito de algo sucedido en la UBA, no creemos que valga solo para esta, sino que es aplicable a todo el sistema universitario nacional, público y privado (aunque en diferente medida en cada institución o sus componentes). Para advertir lo que queremos señalar, considérense, concretamente, las siguientes preguntas, oídas en los últimos tiempos con alguna frecuencia, entre muchas otras de tenor semejante: ¿Qué condujo a que, durante dieciséis años, el rector de la UBA, estatutariamente elegido y reelegido, no haya sido un académico sino un político profesional esencialmente interesado en la actividad política? ¿Es eficiente, incluso viable, una universidad con cerca de un cuarto de millón de alumnos, que, en la práctica, opera como una confederación de facultades independientes, las cuales, sin embargo, tienen una limitada capacidad de acción descentralizada? ¿Tiene razón de ser un ciclo inicial común a todas las facultades que muchas de estas rechazan y que se ha constituido, de facto, en una especie de facultad más, pero sin la estructura institucional de una de estas? ¿Es razonable una política de arancelamiento de los cursos que, mientras desecha por razones de principios cobrar una tarifa a los estudiantes de grado, acepta que determinados sectores de la universidad operen comercialmente en el mercado –nos referimos a muchos programas de postgrado en escuelas profesionales como Derecho o Ciencias Económicas, o a la enseñanza de idiomas– y, al mismo tiempo, lo hagan de manera cuasi privatizada, pues las decisiones y los beneficios están esencialmente en manos de los responsables de tales sectores? ¿Qué convirtió a los partidos políticos nacionales en actores cruciales de las elecciones internas de la universidad pública, sobre todo las estudiantiles?

El solo hecho de que esas preguntas y otras similares se formulen con alguna asiduidad indica la existencia de un importante grado de cuestionamiento, o por lo menos de duda, acerca del estado y del modo de operar de la universidad pública. Pero la circunstancia de que no se estén discutiendo planes serios de renovación, que den respuesta a esos interrogantes, indica que la institución ha perdido capacidad de reaccionar y que, en el fondo, nadie cree que sea posible hacer cambios de la profundidad que necesita. Por eso no se proponen ni se discuten. Los únicos intentos de transformación que tuvieron lugar en los últimos años partieron del ministerio de Educación y no de las propias casas de estudios. Y en muchos casos, como en el de crear varias universidades nacionales en el conurbano bonaerense, el ministerio parece haber optado por fundar nuevas instituciones ante la convicción de que es imposible cambiar a las viejas. ¿Tendremos que resignarnos a aceptar que eso sea así y a solo poder buscar en tales instituciones irrecuperables, como lo han hecho muchos desde hace ya bastantes años, rincones más o menos protegidos de los avatares circundantes? Quienes se vean tentados o forzados a tomar ese camino tengan presente, sin embargo, que con toda probabilidad no dispondrán de esa opción por mucho tiempo más. Una institución que solo puede operar con los recursos que le proporcione la sociedad pero que se ha ido aislando de esta y no satisface las necesidades y expectativas de vastos sectores sociales; cuyos procedimientos de gobierno dificultan o sencillamente impiden que tome decisiones innovadoras para enfrentar circunstancias externas cada vez más serias; en vastas áreas de la cual la calidad académica está enteramente ausente, mientras que, por la presión de estímulos diversos que operan en su contra, se ha ido eclipsando en aquellas que habían logrado cultivarla; y que ya no está en condiciones de incorporar a la nueva generación de profesores e investigadores, ni de jubilar a los mayores, sencillamente porque no se tiene con qué pagar la designación de unos y el retiro de los otros, no puede durar mucho tiempo en ese estado. ¿No habrá llegado la hora de examinar en serio algunos posibles cambios de fondo?.

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