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Volumen 17 - Nº 101 Octubre - Noviembre 2007 |
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En 1853, Carlos Enrique Pellegrini, editor de la Revista del Plata, expresaba orgullo por los adelantos económicos de Buenos Aires. Los saladeros, agrupados en Barracas al Sur, en la margen derecha del Riachuelo –hoy Avellaneda–, le provocaban gran entusiasmo. Testifican con sus obeliscos de fuego y banderas ondeantes de humo que la industria ha fijado su dominio entre nosotros, escribió. No estaba solo en sus opiniones, pues casi todos los políticos que habían accedido al poder luego de la caída de Rosas los consideraban un signo de progreso.
Dos décadas más tarde, aquel bastión de desarrollo en que todos habían puesto sus miradas ya no existía. Se había instalado entre los porteños la idea de que las emanaciones de las aguas del Riachuelo, producidas por los desperdicios que se arrojaban en ellas, eran causa de enfermedades que irrumpían cada tanto y tomaban forma epidémica. Nadie en Buenos Aires dudaba de tal concepción de la salud pública, la que en 1871 convirtió a los saladeros en el chivo expiatorio de las numerosas víctimas de la fiebre amarilla. Una ley sancionada el 6 de septiembre de ese año prohibió sus actividades en la ciudad y en Barracas al Sur, lo mismo que las de las graserías. Ello los obligó a abandonar las márgenes del pequeño río y a buscar otros emplazamientos.
Para entonces, los saladeros habían estado operando junto al Riachuelo por más de medio siglo. La mayoría ya se encontraba en Barracas al Sur a fines de la década de 1820, en una ubicación que los situaba a escasa distancia de los barcos que llegaban por el Río de la Plata, en los que embarcaban los productos que exportaban. El Riachuelo, además, les servía como sumidero de los residuos que generaban, fundamentalmente de naturaleza orgánica, en circunstancias en que el gobierno de Buenos Aires hacía poco por detener la contaminación de las aguas. Este creía, más bien, en la conveniencia de favorecer la concentración de la industria, pues de esa manera fiscalizaba mejor el tráfico de animales. Así se entiende por qué, en 1853, dispuso por decreto que los pocos establecimientos ubicados en la Ensenada de Barragán y en la desembocadura del río Salado fuesen desmantelados y mudados a Barracas. Es decir, el mismo Estado había contribuido a convertir la margen derecha del Riachuelo en polo de concentración de la manufactura de tasajo, sebo y cueros.
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Pág.
48-59 |