Volumen 17 - Nº 101
Octubre - Noviembre 2007

¡Del Museo se han robado un reloj!

Hace algunas semanas se difundió la inquietante noticia de un robo en el Museo Histórico Nacional, y de que, como resultado, había desaparecido de sus vitrinas un antiguo reloj de bolsillo, datado hacia 1800. El objeto perteneció a Manuel Belgrano (1770-1820), un destacado hombre de letras, abogado y político, además de militar por necesidad, cuya participación en el proceso de la independencia lo convirtió en uno de los héroes de la historia canónica de la Nación Argentina, y cuya elección de los colores borbónicos como emblema militar lo transformó en creador de la bandera nacional. Ciertamente, una personalidad sobresaliente en el ambiente del Río de la Plata de su momento.

El robo fue ampliamente comentado por los medios e investigado por la policía (sin el menor efecto hasta la fecha), y pasó a ámbitos judiciales con la consecuencia de que el juez interviniente clausuró el museo (y así quedó, en apariencia sine die). Las repercusiones públicas del hecho se centraron casi exclusivamente en comentar que las precauciones de seguridad tomadas por las autoridades de los entes estatales responsables de la gran mayoría de los museos del país son inadecuadas, algo que demuestran, además, otros robos recientes, ocurridos, por ejemplo, en los museos de Luján y de la Casa Rosada, así como algunos más antiguos acaecidos, entre otros lugares, en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Museo Mitre (en este fue robada una proclama de Belgrano al pueblo paraguayo, escrita en guaraní). De ahí, naturalmente, los comentaristas pasaban a la invariable (pero no por ello menos fundada) queja acerca de la miseria de los presupuestos oficiales en materia de cultura, y del supino desinterés de los políticos por el quehacer cultural.

No es para adherir a tal línea de razonamiento que Ciencia Hoy trae el tema a su página editorial, sino para invitar a una reflexión que vaya más allá de estas desgracias circunstanciales, y se interrogue sobre la razón de ser de los museos públicos en la sociedad presente, cuestione si son adecuadas las ideas que hoy los inspiran en la Argentina, y analice la razonabilidad de las formas institucionales que tienen. El Museo Histórico Nacional conforma un excelente caso de estudio para este propósito.

Si se analiza el contenido de lo publicado por la prensa con motivo del robo –que incluyó numerosos editoriales y notas de columnistas, además de las noticias difundidas por las agencias–, se advertirá que dos conceptos acerca de la misión y la forma institucional del MHN dominaron de manera explícita o implícita todos los discursos. Esos dos conceptos son, por un lado, que la institución existe para transmitir al público la versión oficial de la historia nacional y, por otro, que las autoridades políticas (en este momento se podría agregar democráticamente elegidas) tienen la responsabilidad de definir esa versión y realizar la transmisión. De ahí las quejas y reproches por la obvia incapacidad de los organismos oficiales de cumplir decorosamente con su cometido, al punto de que ni siquiera consiguen salvaguardar el patrimonio confiado a su custodia. (Lo dicho no implica desconocer progresos recientes en determinados aspectos técnicos de la gestión de los museos públicos, ni ignorar la aparición de algún destacado museo privado.)

Que a nadie le extrañe esta manera de concebir la misión de los museos, porque fue para eso, precisamente, que a lo largo del siglo XIX, el Estado creó o dio un fuerte impulso a la mayoría de los que hoy existen en el país. Entonces, el pensamiento político progresista, que tomó carácter dominante, postulaba la necesidad de fundar una nación en el ‘desierto argentino’ invadido por la bienvenida llegada de inmigrantes de variadas costumbres, creencias y lenguas. Proclamaba la necesidad de educarlos y convertirlos en ciudadanos, es decir de nacionalizarlos. No trataba de lograr su adhesión emocional a una nación preexistente, pues esta estaba en camino de formación. Tampoco sostenía que era solo cuestión de enseñar reglas operativas de convivencia social, sino de crear una cultura nacional común. De inculcar a todos, tanto a los descendientes de la vieja sociedad colonial como a los recién llegados, el amor por la Patria, el respeto por la moral y las buenas costumbres, el cumplimiento de la ley, el cultivo de las libertades cívicas garantizadas por la Constitución, el valor de la educación universal y la confianza positivista en el progreso indefinido. Además, había que reunir a múltiples unidades políticas dispersas en un amplio territorio (llamadas desde antiguo, equívocamente, provincias) en una única Nación.

Igual que la escuela pública o el servicio militar obligatorio, instituciones como los museos o las academias nacionales fueron adoptadas por el Estado para que aportaran lo suyo a este proceso de creación nacional y modernización social. Más concretamente, en el caso de academias y museos históricos, para que construyeran el relato a ser tomado como la historia canónica u oficial, y lo difundieran por los medios adecuados a los diversos públicos a quienes las autoridades políticas creían necesario transmitirlo: sobre todo a los escolares, a los inmigrantes, a quienes tenían poca educación y a los extranjeros de visita. Como no podía haber Nación sin historia, fundar la primera exigía crear la segunda, algo que se hizo con éxito (y no excesiva fidelidad a los hechos, apuntemos de paso).

No sorprende, entonces, que hoy los museos sean organismos públicos, y que el Museo Histórico Nacional, implícitamente el de mayor jerarquía en su género, haya revestido casi el carácter de templo de esa historia canónica o de Panteón de la Patria. En esta visión, el desconocido ladrón, más que un reloj, sustrajo una reliquia, y Belgrano, más que un líder político e intelectual de la sociedad, que ciertamente lo fue, adquirió el estatus de prócer de la Nación. Quizá ese carácter casi sagrado explique el inmovilismo de la institución por décadas, porque en un templo la permanencia, sobre todo de las ideas, domina al cambio.

Tal concepción de la sociedad, la política y las instituciones posiblemente haya encontrado su expresión simbólica más destacada en los festejos del centenario de la revolución de Mayo. Pero ahora, en vísperas de celebrar el segundo centenario de ese acontecimiento, ¿podemos pensar que conserva su vigencia? Difícilmente.

El mundo y el país han cambiado. Los descendientes de los inmigrantes decimonónicos tienen varias generaciones en estas tierras y, con los descendientes de los españoles coloniales e incluso de los aborígenes y de los esclavos africanos, han producido una cultura nacional, bastante distinta, por cierto, de la implícita en la historia oficial.

Hoy la sociedad busca explorar y hacer explícitos los valores de la cultura que construyó. En consecuencia, perdió interés por la historia y descree de la estrecha definición que esta postula de los valores nacionales. Y al alejarse de la visión canónica de una historia nacional única, con sus próceres y sus reliquias, escrita con la bendición del Estado por las instituciones que este creó con tal propósito, la sociedad está adoptando una posición cuyo rasgo definitorio es el reconocimiento del pluralismo y la posibilidad de incluir también en el relato a minorías y a disidentes que habían sido excluidos.

Hoy el pensamiento político progresista, en concordancia con las concepciones que ya se han impuesto en buena parte del mundo, no postula que la adhesión a los valores patrióticos constituya una condición para la existencia de la Nación, ni tampoco se desvela por definir la esencia de esta, sino que pone el énfasis en la necesidad de adoptar y respetar mecanismos comunes de convivencia en un marco de reconocimiento de las diferencias de grupos sociales con distintas historias, diversas ideologías, diferentes religiones, diferentes morales privadas y hasta distintos idiomas. La sociedad argentina de hoy está redescubriendo el pluralismo expulsado de la superficie (pero subsistente debajo de ella) por la triunfante construcción nacional decimonónica. Se ve a sí misma como un mosaico de particularidades cuyos integrantes están unidos por la voluntad de aceptar reglas políticas contractualmente acordadas.

A la luz de lo anterior cabe preguntarse si tiene sentido que los museos históricos sigan transmitiendo una historia oficial. La respuesta parece clara: la sociedad está más interesada en cuestionar esa historia canónica que en enseñar a recitarla, pero ese cuestionamiento, hoy, no apunta a sustituir un relato por otro, como pudo suceder con el llamado revisionismo histórico de la década de 1940, sino a explorar las raíces históricas de la población presente. Busca hacerlo con la apertura mental necesaria para comprender su complejidad, sus contradicciones, las tensiones entre los grupos sociales y la diversidad que condujo a la actual marcha hacia una visión pluralista.

Si esto fuera así, cabría también preguntarse si continúa teniendo fundamento que los museos históricos u otros sean instrumentos de aplicación de la política del Estado. ¿No debería esa concepción dar lugar a otra que los convierta en foros en que se ventilen libremente las inquietudes de la sociedad, es decir, de los diferentes grupos que la componen? Sitios donde se explore, se debata, se cuestione, se formulen hipótesis, se busque información y se atesoren testimonios en vez de reliquias, pues el patrimonio cultural consiste más en objetos con significado intrínseco e importancia para la vida de la gente, que en variadas pertenencias de próceres y héroes.

Con esto no se está postulando quitar los museos de la órbita pública y, menos aún, sugiriendo que el Estado se desentienda financieramente de ellos. Se está planteando la necesidad de buscar formas institucionales más adecuadas que la de organismos de la administración estatal, para que puedan cumplir, sin los obstáculos que hoy enfrentan, su renovada misión cultural en el contexto histórico y social del siglo XXI. Seguramente esas formas institucionales deberían acercarse más a las propias de las entidades académicas, en las que impera la libertad de pensamiento y resulta imprescindible la autonomía de gestión bajo una conducción colegiada.

La conclusión que nos animamos a sacar de lo expuesto es que en el ámbito de los museos, en el que el atraso argentino es notorio (sin desconocer, nuevamente, algunos recientes progresos), se necesita una revisión profunda de los conceptos, las instituciones y los procedimientos, con el fin de que esas entidades recuperen el sentido que una vez tuvieron para la sociedad, puedan ser bien gobernadas y administradas, y (ya que estamos) logren tomar mejores medidas de seguridad en salvaguarda de su patrimonio.

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