Pero no por eso
pierde uno el derecho a preguntarse qué quiere decir exactamente "el olvido de lo
empírico" o como es que el "cientismo en ciencias humanas" y (a la vez,
parece) "la formación filosófico-literaria tradicional" pudieron provocar el
posmodernismo y el relativismo cultural (pp. 192-197).
Si analizamos el capitulo sobre el relativismo cognitivo, vemos que
Sokal y Bricmont parten de una discusión sobre el solipsismo y el escepticismo para
llegar a afirmar la tesis de que la epistemología del siglo XX separó a la ciencia de la
realidad cotidiana y que esto, a la larga, condujo a un escepticismo no racional (p. 61).
El camino elegido incluye resúmenes y someras discusiones de la filosofía de la ciencia
de Popper, de la tesis de Duhem-Quine, de las filosofías de la ciencia de Kuhn y de
Feyerabend, del "programa fuerte" de sociología de la ciencia, y culmina con
una crítica de los estudios sociológicos sobre la ciencia de Bruno Latour. Los autores
enhebran con hilvanes no siempre resistentes una serie de cuestiones que están lejos de
poder encadenarse como los pasos de un teorema. Sokal y Bricmont identifican (al menos por
la vía de la filiación) el escepticismo de Hume, el convencionalismo (no mencionado,
pero discutido), el problema de la carga teórica de los términos observacionales, las
críticas a Kuhn, la sociología de la ciencia de Edimburgo y la de Bruno Latour. Es
cierto que todas estas posiciones filosóficas y sociológicas tienen un ligero aire de
familia y se puede argumentar que, en mayor o menor medida, muchas de ellas son afines a
algún tipo de relativismo cognitivo. Pero el argumento no deja de padecer problemas
"técnicos" -aquí los autores tienen que pagar el precio de sus propias
convicciones-. Veamos algunos ejemplos. La idea de Quine de la subdeterminación de las
teorías (dicho fácil: teorías lógicamente incompatibles pueden encajar con la
evidencia disponible) es considerada una "nueva versión del escepticismo radical de
Hume" (p. 69); la idea (original de Sellars y Hanson, y difundida por Kuhn) de la
carga teórica de los términos empíricos de una teoría (es decir, que todo enunciado
empírico contiene más o menos hipotecas teóricas) es asimilada al relativismo sin más;
las polémicas levantadas por Quine y Kuhn, y que ya llevan tres décadas, parecen
solucionarse en tres renglones con una cita de Tim Maudlin (p. 75). Todo esto me parece
bastante discutible y hace pensar que Philip Kircher -un importante filósofo de la
ciencia- quizás no se equivoca mucho cuando afirma que, enfrentados a los estudios de los
filósofos e historiadores de la ciencia, muchos científicos "fantasean que ellos
podrían hacerlo mejor, si pudieran disponer de un par de fines de semana libres"
("A Plea for Science Studies", La Recherche, junio de 1997).
Sokal y Bricmont despotrican contra la noción de "carga
teórica" de los términos empíricos y, a la vez, contra la idea de la
subdeterminación de las teorías, pues consideran ambas asociadas al escepticismo
cognitivo. Admitido: una cierta interpretación podría concluir esto. Pero creo que, de
hecho, el asunto es bastante más complicado. Los autores partidarios del "realismo
científico" sostienen la "carga teórica" de los términos empíricos sin
ser relativistas (muy por el contrario). Y son los autores partidarios del "empirismo
constructivista" (convencionalistas y, si se quiere, relativistas) los que niegan la
"carga teórica" de los enunciados empíricos, defendiendo a capa y espada la
posibilidad de la distinción "teórico-observacional". Los que niegan la
subdeterminación de teorías y la "carga teórica" a la vez (como lo hacen
Sokal y Bricmont) son los pocos defensores de las corrientes de la filosofía de la
ciencia que estuvieron vigentes en la década del 50 (incluyendo la variante posterior de
Popper). Uno hubiera deseado una apreciación más justa de la complejidad del estado de
la cuestión por parte de autores que la exigen del prójimo (para el "realismo
científico" ver, por ejemplo, Jarrett Leplin, ed., Scientific Realism, University of
California Press, 1984 y -para citar otro caso de colaboración belga-norteamericana- los
trabajos en Igor Douven y Leon Horsten, eds., Realism in the Sciences, Leuven University
Press, 1996; para el "empirismo constructivista" ver Bas van Fraassen, The
Scientific Image, Oxford University Press, 1980 y la serie de artículos en P. Churchland
y C. Hooker, eds., Images of Science, University of Chicago Press, 1984). Para concluir -y
dirigién- dome a aquellos que prefieren los argumentos históricos a los filosóficos-
hay que mencionar que el historiador de la astronomía Norriss Hetherington ha mostrado
claramente, a través de minuciosos estudios de casos históricos coleccionados en un
libro que alcanzó bastante repercusión, la "carga teórica" de muchas
observaciones científicas (Science and Objectivity: Episodes in the History of Astronomy,
Iowa State University Press, 1988).
Los autores de Impostures intellectuelles despliegan todos estos
problemáticos argumentos para cimentar su tesis, nada inocente y de gran alcance, según
la cual una de las causas del relativismo cognitivo en ciencia habría sido que la
filosofía de la ciencia se separó de la razón común. Para oponer a estas vacías
abstracciones de la filosofía de la ciencia un modelo correcto, Sokal y Bricmont se
dedican a asimilar la metodología de la ciencia a una investigación detectivesca y al
sentido común (p. 88 y pp. 94-96). Ahora bien, uno no puede dejar de preguntarse: ¿por
qué debe la metodología científica necesariamente asimilarse al "sentido
común"? De hecho, Sokal y Bricmont acusan vivamente a algunos de los escritores que
critican por utilizar los términos científicos (que poseen un significado especifico y
definido como tal) como palabras corrientes con el significado del "sentido
común" (ver ejemplos en página 100 y en página 180, nota 232). De nuevo, parece
que aquí los médicos deberían tomar una dosis mayor del remedio que recomiendan.
La recepción del libro
Impostures intellectuelles tuvo una curiosa recepción en su país de
origen. Muchos medios periodísticos reaccionaron con un rasgo muy oscuro de la sociedad
francesa: el chauvinismo. La serie de artículos que Le nouvelle observateur dedicó al
tema (número del 25 de septiembre al 1 de octubre) se titula: "¿Nuestros filósofos
son impostores?". Sokal y Bricmont son acusados por Kristeva de
"francofobia" debida al miedo a la colonización cultural de las universidades
norteamericanas por el pensamiento francés. Asimismo, la autora insinúa
"intereses" vinculados a la "nueva partición del mundo" que pudieran
estar detrás del ataque de Sokal y Bricmont. Sugestiones del mismo tenor habían sido
deslizadas por Bruno Latour en un artículo que publicó antes de la aparición del libro
("Y a-t-il une science aprés la guerre froid?", Le Monde, 18 de enero de 1997).
Da pena leer que un autor original y respetado (aún por los que disentimos de él),
compara a Sokal con una "mélange de Voltaire et de McCarthy" y al revuelo
provocado por el paper publicado en Social Text, con una nueva "guerra fría"
desatada por físicos que no tienen nada en qué ocuparse ahora que se acabó la contienda
con el Este. Fleury y Limet insisten con la acusación de "francofobia" y no
ahorran calificativos para lo que ellos consideran un "delito de deshonestidad"
del que no estaría ausente alguna "bajeza" -Fleury, editor de Hachette, había
rechazado publicar una versión previa del libro que le fue enviada confidencialmente a su
pedido, lo cual no fue obstáculo para que reprodujera en su artículo pasajes de ella que
fueron suprimidos en la versión publicada por Odile Jacob (ver Vincent Fleury y Yun Sun
Limet, "L'escroquerie Sokal-Bricmont", Libération, 6 de octubre y Sokal,
"Réponse á Vincent Fleury et Yun Sun Limet", Libération, 18 de octubre).
Pascal Bruckner, quien asume la defensa de Baudrillard, argumenta que
existiría una cultura anglosajona "del hecho y la información" y una cultura
francesa "de la interpretación y del estilo" cuyo modo de expresión natural
sería el ensayo, rico en sugestiones (no sabemos si esto es cierto, pero nos permitimos
dudar de que a los eruditos franceses, que están editando los textos de las tablillas de
la biblioteca de Mari, los haga demasiado felices ser llamados "ensayistas").
Entre las respuestas a Impostures intellectuelles, la más articulada
parece haber sido la del físico Jean-Marc Lévy-Blond, profesor de Niza, quien argumenta
sobre la base del carácter metafórico de los términos científicos utilizados por los
"posmos" (ver Lévy-Blond, "La paille des philosophes et la poutre des
physiciens", La recherche de noviembre y la respuesta de Sokal, "Du bon usage
des métaphores", idem). Lévy-Blond también trae a colación varios casos de
físicos que afirmaron muy sueltos de cuerpo barbaridades filosóficas, manifestando así
una creencia en la hegemonía metodológica y epistemológica de la física a la vez que
un supino desconocimiento de otras áreas del saber humano. Sokal y Bricmont, en su libro,
admiten que "los problemas tratados por las ciencias humanas son enteramente
complejos" (p. 194) y afirman que, aunque alguna vez se reduzca el estudio de lo
humano a las bases biológicas de nuestro comportamiento, eso no quiere decir que estas
pierdan independencia, como no la perdió la química cuando fue reducida a la teoría
cuántica (p. 187). Estas afirmaciones -dejando de lado a) su tono implícitamente
paternalista y b) el problema, filosóficamente no trivial, de cuán reducida está la
química a la cuántica- pueden (o no) ser consistentes con la innegable simpatía con que
los autores citan a menudo los argumentos (muy discutidos) del destacado científico
Steven Weinberg, popularizados en el capitulo 2 de Dreams of a Final Theory (New York,
Pantheon, 1992), a favor de un reduccionismo fisicalista que Sokal califica como
"sofisticado" (ver Sokal, "Du bon usage des métaphores"; ver asimismo
S. Weinberg, "Sokal's Hoax", The New York Review of Books, 8 de agosto, 1996,
vol. 43, n° 6 y las respuestas del distinguido historiador de la física de Princeton
Norton Wise y de Michael Holquist y Robert Shuman, profesores de literatura comparada y de
biofísica y bioquímica molecular de Yale, New York Review of Books, 3 de octubre de
1996, vol. 43, n° 5; ver también el meduloso y extenso artículo en defensa de los
estudios de historia, filosofía y sociología de la ciencia dentro de un marco de
racionalidad, de Philip Kitcher en La recherche, citado más arriba).
Muchos de los que nos dedicamos a las
ciencias humanas abogamos con energía a favor de la racionalidad, el rigor y la
transparencia discursivas, en la creencia de que existe la realidad y que el mundo es, en
principio, inteligible. Pero, por supuesto, no estaríamos dispuestos a restringir dicha
racionalidad a la de las matemáticas ni consideramos suficientemente fundamentados o
dignos de demasiada atención los intentos de reduccionismo fisicalista. |
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